miércoles, 22 de julio de 2015

LA HISPANIA ROMANA...LAS GUERRAS CANTABRAS




Hispania, la provincia del Imperio más tempranamente invadida, fue también aquella que ofreció una resistencia más prolongada al invasor. Cuando la gran mayoría de la superficie peninsular había aceptado la organización política y las formas de vida romanas, aún surgieron en las montañas del norte brotes de independencia que se manifestaron en una guerra abierta frente al poder de Roma. No se trataba en este caso de protestas de los pueblos dominados ante unas exacciones excesivas o injustas, sino de un deseo radical de independencia semejante al que había animado a los pueblos celtíberos, y que tras la caída de Numancia, un siglo atrás, parecía definitivamente olvidado. Uno de estos pueblos, muy caracterizado, los cántabros, fuertemente impregnados de cultura céltica, situados en la zona montañosa y costera central del mar que lleva su nombre, presentaron poco antes del cambio de Era una tenaz resistencia al dominio romano. Pastores y cazadores, hasta entonces no habían visto sus costumbres ancestrales alteradas por Roma. Las razones que dan los historiadores romanos son las molestias que ocasionaban estos pueblos a las gentes romanizadas de la Meseta. Octavio Augusto, cuyo programa político preveía un imperio pacífico y próspero, se vio obligado a intervenir para zanjar cualquier conato de insumisión a la autoridad de sus tropas, por lo que se trasladó a Hispania y estableció su cuartel general en Tarragona. A los cántabros se unió un buen número de pueblos norteños que compartían sus formas de vida, obligando al emperador a tomar personalmente el mando de la campaña a comienzos del año 26 a.C.
Los historiadores romanos han narrado los episodios de esta guerra, en la que los cántabros dieron pruebas de las virtudes y defectos de los pueblos ibéricos, así como de sus características formas de resistencia ante el invasor: hábil explotación del conocimiento del terreno, agilidad y eficacia en la guerra de guerrillas y tenaz resistencia en sus castros fortificados. La superioridad militar de Roma se impuso una vez más, no sin ocasionar a Augusto un serio quebranto físico y moral: enfermo de unas fiebres, uno de los siervos que portaban su litera fue fulminado por un rayo, por lo que se retiró a Tarragona desazonado por este augurio. En el invierno del 26 al 25 la guerra estaba virtualmente terminada. Los montañeses fueron dispersados por las tierras llanas, llevados lejos o exportados como esclavos a tierras distantes. Augusto volvió a Roma y cerró de nuevo el templo de Jano, dando la guerra por finalizada aunque se negó a celebrar un triunfo. La guerra de guerrillas, no obstante, se prolongó durante varios años y tuvo una llamarada súbita en el 19 a.C.: una nueva rebelión fue severamente reprimida, tras la cual volvieron a sucederse las hecatombes en masa, los sacrificios colectivos y los rasgos de heroísmo enloquecido de gestas anteriores.
Las guerras civiles de Roma trasladadas a la Península contribuyeron inevitablemente a la agudización del sentimiento de pertenencia a una comunidad de intereses más amplia que la que imponían antaño las respectivas ciudades. Lentamente, la labor de romanización se iba imponiendo, al principio sobre unas necesidades de carácter militar, trazando una infraestructura básica sobre la que había de apoyarse luego la sociedad civil. Las necesidades de la conquista llevaron al trazado de calzadas y al establecimiento de campamentos importantes en las zonas potencialmente levantiscas; muchos de los campamentos para las legiones que habían de garantizar el orden o las colonias para sus veteranos se convirtieron más tarde en ciudades importantes, que habrían de servir de modelo para los castros de la zona. Con los veteranos de la guerra cántabra se fundó, en el corazón de Lusitania, Emerita Augusta, junto al Guadiana, la más importante ciudad romana de Hispania y una de las más sobresalientes del Imperio.
Dominada por completo la Península, ésta pasó a ser una parte más del Imperio romano. A una historia basada en la descripción de dramáticos sucesos y hechos bélicos le sucede una época de callada historia, en la que los pueblos hispanos aceptan y asimilan la superioridad de la cultura romana. La organización de su aparato administrativo, fuertemente impregnado de orden militar, así como el activo y próspero comercio facilitado por dicho orden y la progresiva incorporación política de las gentes peninsulares a la órbita de Roma actuaron decisivamente en la profunda transformación de las gentes y las tierras hispanas. A fines del siglo I de nuestra Era se habían remodelado o construido con urbanismo romano la mayor parte de las ciudades de la Península. En ellas, las clases dirigentes primero y luego la mayoría del pueblo habían adoptado el latín, y sólo en sitios muy apartados se conservaban palabras y modismos de las lenguas célticas; en la mayor parte de la Península se vestía, se pensaba y se vivía a la romana. Como consecuencia de la activa incorporación de estas tierras a la órbita de Roma, en el siglo I se produjo un fenómeno no estudiado suficientemente: la incorporación de la Península como pieza clave al modelo productivo de Roma y el aprecio que cobró en ella todo lo hispano. Sucedió también durante esta época una progresiva equiparación entre vencedores y vencidos: la aristocracia senatorial republicana, que había explotado brutalmente los pueblos conquistados en su propio beneficio, dejó paso al imperator, un monarca divinizado al estilo helenístico y con plenos poderes que regía los destinos de su imperio y consideraba cada vez más como iguales a los nacidos en las provincias. La diferenciación fue lógicamente jurídica, pero las leyes continuaron cambiando y concediendo los privilegios de la ciudadanía romana a un número cada vez mayor de gentes. Las provincias hispanas, las Galias y África servían de contrapeso al inmenso poder e influencia de las provincias orientales; derrotado una vez el mundo helenístico de Oriente en las personas de Marco Antonio y Cleopatra, Augusto y sus sucesores buscaron en el peso de occidente el equilibrio que permitiese centrar el fiel de la balanza en Roma.
El primer paso importante de la romanización consistió en la división administrativa y militar de la península según las normas de Roma. Tras la división del territorio en el 197 a.C. en las dos provincias, Citerior y Ulterior, siguió una nueva reforma administrativa en el año 27 a.C., por la que Augusto fraccionó la Ulterior en otras dos: Bética y Lusitania. Quedaba el Senado al cargo de la administración y explotación de recursos de la tranquila y bien romanizada Bética, mientras la Lusitania, almenada aún de tribus hostiles como las que provocaban por entonces las guerras cántabras, quedaba bajo la tutela del emperador. En el año 216 Antonino Caracalla disgregó de la Tarraconense una nueva provincia, la Gallaecia asturica. Diocleciano buscó asociar al gobierno de la Bética las tierras norteafricanas creando una nueva provincia, la Mauritania Tingitana, cuya identificación con el gobierno bético se deseaba absoluta. Constantino disgregó, a su vez, la Cartaginense de la Tarraconense, documentándose poco más tarde en la Notitia Dignitatum la existencia de una provincia baleárica.
Un segundo paso estuvo representado por la progresiva unificación de las normas del derecho. Originalmente, las leyes de los pueblos hispanos no fueron abolidas; los legati Augusti, una especie de gobernadores establecidos por el emperador para regir las provincias de adscripción imperial, se asesoraban de un consejo integrado por romanos e hispanos, en las audiencias conocidas como Conventos jurídicos. Con el tiempo, la parcelación y fragmentación del panorama legislativo en la Península hacía extraordinariamente difícil la administración de justicia, por lo que la tendencia fue a imponer paulatinamente el complejo y estructurado Derecho Romano, un instrumento sólido y eficaz que en las postrimerías del Imperio era aceptado prácticamente en todos sus confines. La unificación del régimen municipal venía complicada por la diversidad de estatutos que se habían otorgado como consecuencia de la acción de conquista: había ciudades inmunes, exentas de impuestos y tributos, así como ciudades foederatae cuya rendición había sido pactada teniendo en cuenta en cada caso circunstancias particulares. Asimismo, también existía la calidad de ciudades estipendiariae, sometidas al pago de fuertes impuestos como pago de su insumisión durante la guerra. Algunas otras gozaban del Derecho Latino y otras habían logrado se les concediese el Derecho romano, en un complejo sistema que fue ya unificado por César con su Lex Iulia Municipalis, a la que las ciudades adaptaron sus respectivas particularidades. El sistema cesariano de justicia coincidía en gran parte con el derecho preexistente en Hispania y adquirió, por tanto, un poderoso arraigo: no circunscribía la ciudad al interior de su recinto amurallado, sino que consideraba como una misma unidad la civitas y su territorio circundante, incluyendo las aldeas y los edificios existentes en ellas. La ciudadanía latina era el primer requisito para formar parte de las curias municipales; reunidos en comicios, quienes disfrutaban de tales prerrogativas elegían a los magistrados: duunviros -una especie de alcaldes coelegidos -, ediles y cuestores, encargados de la gestión económico-administrativa. Hacia finales del Imperio, una serie de cambios ocurridos en la mentalidad y en las costumbres llevó a una creciente despreocupación por el desempeño de cargos públicos, que por una parte habían dejado de tener el prestigio de épocas pasadas y por otra conllevaban unas onerosas cargas para el peculio particular de los elegidos, de modo que el sistema de elecciones fue progresivamente sustituido por un régimen autoritario.
Un tercer paso, importante en el proceso de romanización, fue el de la unificación religiosa. Los romanos supieron conciliar hábilmente la existencia de cultos privados y de un culto público. Ello les permitió no crear más roces que los derivados de la acción militar de la conquista, ya que los invasores no se opusieron a la existencia de cualesquier dioses cuyo culto preexistiese en los territorios invadidos. Parecían entender que la superioridad militar y cultural romana habría de atraer a sus cultos a los pueblos conquistados, como de hecho ocurrió. Las religiones prerromanas, enormemente fragmentadas en multitud de cultos, fueron asimilándose con el tiempo a los distintos dioses del panteón grecorromano, quedando las antiguas divinidades englobadas en deidades helénicas de características semejantes o siendo olvidadas con el tiempo. Desde el poder imperial se promocionó el culto a la figura del emperador, que pese a actuar como un poderoso elemento de cohesión social, nunca pudo concitar el entusiasmo en la esfera de los íntimos sentimientos de las gentes. No obstante, en torno a una religión de estado se construyeron templos, se organizaron colegios sacerdotales, se vertebró la vida religiosa colectiva, los sacrificios ofrecidos a los distintos dioses y las fiestas del calendario. La reforma religiosa impulsada por Augusto permitió cohesionar las principales fuerzas del ejército, la administración y el estado, aunque nunca consiguió satisfacer los anhelos individuales en la búsqueda del elemento divino. Hacia mediados del Imperio esta carencia se empezaba a sentir con enorme fuerza, por lo que proliferaron los estados de ánimo que buscaban en la religión un sentido próximo al de la etimología de la palabra: un modo de religarse a lo divino. Con objeto de satisfacer estas expectativas, en la época de los Antoninos se produjo una nueva remodelación religiosa que buscó conciliar el apoyo a las estructuras del estado con la satisfacción de los anhelos de salvación individual: nació así el mitraísmo, una remodelación teológica de la religión grecorromana que contiene en germen muchos de los rasgos de la religión cristiana. Junto al mitraísmo cobraron, hacia mediados del Imperio, una presencia creciente otras religiones de carácter oriental, como las de Isis, Serapis, Magna Mater, etc.
Templo romano de Vic. Barcelona.

Un cuarto elemento de romanización que actuó decisivamente desde los comienzos de la conquista fue el sistema de vías y comunicaciones que los romanos construyeron en los territorios conquistados. Hispania, que era casi un continente ignoto para los geógrafos e historiadores que acompañaban a los invasores en los primeros pasos de la conquista, pasó a convertirse en un lugar civilizado en un relativamente corto período de tiempo, y ello se debió sin duda a la previsión de los romanos, que no dudaron en consolidar su presencia en la Península mediante una red de caminos perfectamente vertebrada para servir a los fines de la conquista y explotación del territorio. Su conocimiento ha sido posible gracias a una serie de documentos diversos, como los vasos apolinares, unos recipientes de plata de carácter votivo con las estaciones recorridas a lo largo de la costa mediterránea hasta el santuario gaditano de Hércules, o los itinerarios, primitivos mapas de carreteras con las ciudades y las mansiones intermedias, con las distancias en millas entre ellas, que fueron recopiados varias veces y nos han llegado a través de manuscritos medievales. Las calzadas romanas son un prodigio de ingeniería, cuyas sutilezas y soluciones aún hoy no dejan de sorprendernos: su solidez constructiva, de la que da pruebas el hecho de que muchos tramos se conserven todavía en perfecto estado, no es con todo su rasgo más sobresaliente, sino el modo inteligente en que se llevaron a cabo los trazados, siempre buscando la comunicación más directa, así como la flexibilidad de las soluciones, adaptando la vía a las circunstancias concretas de cada caso y utilizando los materiales de cada zona. La Península se vio beneficiada así por un sistema de vías que conectaba primero los pasos pirenaicos con el Atlántico a lo largo de la costa, para extenderse luego por los valles de los principales ríos: a lo largo del Ebro, y desde allí al del Tajo, buscando la Lusitania, y al del Duero, dando salida alternativa a las explotaciones mineras del noroeste; y una gran arteria occidental, la llamada Vía de la Plata, comunicando Galicia con Mérida y el sur peninsular.

Arco de Bará de Tarragona.
Teatro romano de Mérida. Badajoz.

Otro de los elementos fundamentales de la romanización fue la construcción de enormes edificios públicos, hitos que iban dejando constancia a lo largo de los territorios conquistados de la fuerza de la cultura y de la voluntad de poder romanos. Cualquier indígena de los alrededores que se acercase a ver las enormes obras públicas realizadas en las ciudades quedaría inmediatamente convencido de la superioridad de Roma: las canalizaciones de traída de aguas, los acueductos, los puentes, las obras de saneamiento, los faros, las murallas, las basílicas, las termas, las fontanas, los templos, los teatros, los anfiteatros, los circos y un amplio etcétera.

Acueducto de los Milagros de Mérida. Badajoz.
En Hispania se han conservado algunos de los más sobresalientes monumentos legados por Roma a la historia universal: por destacar algunos, recordemos el acueducto mejor conservado del mundo romano, el de Segovia, (acaso por casualidades del destino, ya que la ciudad a la que abastecía no era sino una más, y no de las mayores, ciudades del Imperio).

Acueducto de Segovia.
Puentes como los de Alcántara en Cáceres, Mérida y Salamanca; faros como la Torre de Hércules, de la Coruña; murallas como las de Tarragona, Zaragoza, Barcelona o Lugo; teatros como los de Mérida o Segóbriga, anfiteatros como los de Mérida o Itálica, templos como los de Mérida, Tarragona o Elvas, arcos triunfales como los de Tarragona o Medinaceli.

Puente romano de Alcántara. Cáceres.
Torre de Hércules de La Coruña.
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